¡No me grites!… yo te escucho

Las cuatro de la tarde del sábado en una parada de Pastorita; la carretera emulaba en soledad con el desierto de Sahara. Los valientes, que se habían arriesgado a salir, esperaban en la única sombra disponible. De pronto, apareció la silueta de la guagua local a lo lejos. Lo que hasta entonces era paz se convirtió en franca lucha por situarse en posición privilegiada; sabemos que, cuando de transporte se trata, en Matanzas no se pide el último.

Debemos potenciar la cultura del escucharse, hoy muy menguada

El ómnibus, como era de esperar, venía lleno y el chofer acudió a la socorrida solución: “denme la peseta y monten por detrás”. Así nos apachurramos solidariamente, no quedaba más; hasta que una señora, al parecer, empujó a otra. La que ya estaba arriba y se sintió ofendida, le espetó en muy mala forma: “Oye, mira a ver, que aquí no cabe más nadie, dejen la apretazón”. La aludida, en el mismo tono le ripostó: “Chica, ¿cuál es tu problema? Si no te gusta, cómprate un carro”.

Justo en ese momento arrancó el vehículo, la gente siguió acomodándose y las dos contrincantes quedaron separadas, pero mascullando improperios y con caras de gladiadoras prestas al combate. Juro que la tensión se sentía en el aire y se mantuvo así por varias paradas, hasta que una de ellas se bajó, no sin antes dedicarle a su oponente una mirada de total desprecio. Estoy segura que a las dos se les echó a perder el día.

Alguien pensará que un episodio así resulta intrascendente, es cierto que los hay peores y terminan hasta en riñas tumultuarias. Lo peligroso radica en que concibamos, como cotidianas y comunes, las discusiones acaloradas, los insultos y las burlas en los espacios públicos.

Para que un acto sea violento, no tiene que llegar al golpe. Si existe maltrato verbal, humillación, amenaza o rechazo, con el fin de imponer la voluntad propia y doblegar la ajena, estamos ante una manifestación de violencia. Si bien las expresiones más estudiadas y repudiadas del fenómeno se corresponden al ámbito intrafamiliar, su presencia en los sitios de interacción social se hace frecuente y no puede pasar inadvertida.

Muchas resultan las excusas de quienes “explotan” en la cola de las papas, en la consulta del médico, en la terminal o en la reunión del trabajo; demasiado estrés, las largas esperas, la ineficiencia en los servicios, las dificultades en la casa. Todos esos elementos existen y en realidad afectan ¿Quién no ha contado hasta diez cuando está apurado y en la guagüita Diana no cabe nadie más? ¿O cuando alguien se cuela sin asomo de vergüenza? Sin embargo, con esas conductas solo agravamos los problemas y los hacemos menos llevaderos.

No obstante, el fenómeno es más complejo. El resquebrajamiento de las normas de educación formal y de los valores incide, de forma directa, en la disminución de habilidades para comunicarse desde la empatía, para resolver conflictos a través del diálogo, para aceptar el debate como oportunidad de aprender y reflexionar y no como afrenta. Los estadios de béisbol constituyen un buen caso de estudio. Si se acude para divertirse, para observar un juego, ¿por qué proliferan los hechos violentos? Lo que allí acontece refleja males de nuestra sociedad que precisan corrección.

Sucede que el mal humor, como la risa, se contagia. Si los periodistas y comentaristas deportivos azuzan bajas pasiones y olvidan la imparcialidad, si los jugadores y directores dicen malas palabras a voz en cuello, gesticulan, hacen alarde de guapería frente al contrario, ¿qué pude esperarse que haga el público? Los climas de intolerancia se construyen.

A todos les tocan cartas en el asunto, al Estado, las escuelas, los medios de prensa, los realizadores de productos audiovisuales, la familia… Debemos potenciar la cultura del escucharse, hoy muy menguada. No hay necesidad de gritar, siempre encontraremos, aunque sea, un oído receptivo. La violencia nada resuelve, por el contrario, daño en lo físico y lo emocional y contribuye a edificar una “selva urbana”.