Por Rey Montalvo
“Espero que Estados Unidos desarrolle una política con Cuba fundamentada en el amor al vecino, una política que reconozca que Cuba, como cualquier otra nación, quiere ser tratada con dignidad y no con desprecio.”
Esto no lo dijo Obama, aunque ahora se presenta como el máximo defensor de la equivalencia entre los países; no es una frase desenvainada de la historia norteamericana, que siempre ha tenido líderes inconsecuentes entre actos y discursos; esto lo dijo una mujer y a muchos les pareció extraño.
Ella fue una gran agente de los Estados Unidos, trabajó para la DIA y el Pentágono, se codeaba con los analistas de la CIA y la Casa Blanca, era miembro del secreto “grupo de trabajo inter-agencias sobre Cuba”; pero más que todo, Ana Belén Montes respiraba como los buenos seres humanos, los justos, los mortales, a los que misteriosamente llamamos héroes por creerlos perfectos.
Ana Belén Montes no quiere ser heroína, es demasiado humilde; no quiere que pidan por su libertad, asume la culpa de no cumplir las órdenes improcedentes de su gobierno. Ayudó a Cuba porque pensó que era lo correcto, y no se arrepiente. En el juicio (hace 15 años) donde la llamaron traidora, dijo:
“Todo el Mundo es un solo país (…) Este principio implica tolerancia y entendimiento para las diferentes formas de actuar de los otros. Él establece que nosotros tratemos a otras naciones en la forma en que deseamos ser tratados, con respeto y consideración. Es un principio que, desgraciadamente, yo considero, nunca hemos aplicado a Cuba.”
Muchos pedimos por la libertad de Ana Belén Montes, que no cumplió con su deber resueltamente como los seres pobres de espíritu; actuó según la frase de un puertorriqueño como ella (Pablo de la Torriente Brau): “el deber termina donde empieza la arbitrariedad de la ley”.