«La Luna no ha salido. Está durmiendo», dice la filósofa acurrucada sobre las piernas de su abuela, mientras escudriña un pedazo de cielo negro y sin estrellas; y yo, en el sillón de al lado, pienso que es una gran poeta, así, perfecta, de frases sencillas y contundentes, hermosas, sin metáforas ni neologismos.
Aún no ha cumplido tres años, pero la Luna sabe que sus palabras son las más sinceras, y no sé si es porque soy su tía, porque es mi sobrina, o porque la conozco desde que apenas era un deseo sin nombre ni mirada de mar, pero el corazón se me aprieta y crece, como crecen las ansias de no perderme ni uno solo de sus días o centímetros, y menos esas frases que hacen parecer a mis versos tan tremendamente insustanciales.