Pequeñas (y grandes) razones para un sí: La nalgada que me faltó

Voy camino a cumplir 32 años y mi mamá y mi papá nunca me pegaron. Nunca. Ni una nalgada ni un zarandeo y menos una bofetada. Jamás.  No puedo decir que fuera así con mis amigas de la primaria. A casi todas ellas les pegaban, con la mano o con chancleta. No era un acto privado, lo sé porque muchas veces les pegaban frente a mí. Aquello me producía una desazón muy grande, una vergüenza ajena que me perturbaba. Sobre todo, porque cuando después veía muestras de amor entre mis amigas y sus madres o padres, los mismos que les habían pegado, me resultaban violentas, sin saber por qué. Desde hoy puedo comprender que, en mi mente infantil, cariño y maltrato ya estaban divorciados irremediablemente. A mis amigas esos golpes parecían no importarles mucho, recuerdo que si era cuestión de escaparse, se escapaban, si había que mentir, mentían. Yo no, el respeto que sentía por mami y papi me impedía hacerlo, y las veces que rompí la disciplina, luego me arrepentí. Hay cierto manual educativo no escrito, pero de dominio público, que defiende la necesidad de una nalgada a tiempo. Yo, a pesar de la nalgada que me faltó, estudié, trabajo desde que pude hacerlo, soy una adulta independiente,  funcional y responsable. Dirán algunos que es porque yo fui una niña buena, y todos no «salen» así. Mi experiencia a lo largo de la vida me hace presumir que el golpe es un desahogo del adulto, es la impotencia y el cansancio hablando, es la falta de herramientas y también de experiencia e información, y –a veces, aunque sean las menos– también es crueldad; un niño golpeado no es más dócil que aquel que no lo es, no deja de hacer travesuras ni de «portarse mal», solo tiene más miedos, y, aunque parezca paradójico, menos respeto. Soy madre de dos hijos, sé que criar es una batalla de todos los días, que la diferencia entre ser firme y una loca desquiciada que les grita en público es muy fina. Todos los días me esfuerzo y me juzgo duro, y estudio también. No es que la madre o el padre que haya pegado sea mala madre o mal padre per se, o haya arruinado la vida de sus hijos para siempre,  pero saber que es incorrecto, que se puede hacer mejor, que hay otras maneras, que no se pierde la autoridad por decir «lo siento, me equivoqué, no debí hacerlo» hacen toda la diferencia. Hay quien proclama: «A mí me dieron buenos cintazos y mira qué bien salí», sin pensar que seguramente no salió derecho por los cintazos sino por todo lo otro que su familia hizo de positivo en materia de educación, (y quizá sin los cintazos hubiera resultado mejor aún). Cuando algún adolescente o joven vaya por mal camino, no digamos más que le faltó una nalgada a tiempo, más bien digamos que le faltó más amor o dedicación a tiempo. El nuevo Código de las Familias no viene a demonizar maternidades o paternidades, ni a mandar a la cárcel a quien pegue alguna vez a sus hijos (aunque muchos sabemos de casos en las comunidades que merecen estar entre rejas por maltratadores, y que se escudan en el «es mi hijo»), sino a mostrarnos nuevos caminos, a contribuir al cambio de ese manual educativo no escrito. La transformación es cultural, lenta y no se decreta, pero la ley escrita hace, no lo dudemos, parte importante. A mí me faltó una nalgada y no saben cuánto lo agradezco.

Lactancia materna: silencios que hay que llenar

Este post va para la embarazada primeriza llena de ilusiones que un día fui, ojalá lo hubiese leído entonces; pero todo lo que tenía en mi cabeza sobre lactancia materna era los spots televisivos tan tiernos, las fotos hermosas de madres amamantando a sus hijos, los artículos explicando los beneficios de dar el pecho exclusivamente, y el eslogan de que lactar es amar.
Estaba convencida de que mi hija iba a tomar solo mi leche hasta los seis meses, lo deseaba y la única exploración que hizo de mis mamas la ginecóloga durante mi preñez, no me dio motivo alguno para pensar lo contrario.
Yo suponía que era algo animal, instintivo, pero pronto descubrí que no. Mi hija nació de parto natural, sabía que era imprescindible que me la dieran cuanto antes para asegurar una buena lactancia, pero eso no se estila en nuestras maternidades. Se la llevaron a revisarla a otra habitación, y vine a verla casi una hora después, cuando terminaron todos los procedimientos con ambas.
Conocía que el calostro es muy poco, pero cuando mis pechos se inflamaron por la bajada de la leche, mi bebé seguía con hambre, yo con dolor en los senos y con un profundo miedo de no alimentarla bien.
Por supuesto que pregunté a una doctora, ella me ordeñó como a una vaca, y con el chorro abundante apoyó su dictamen: sí, tienes leche de sobra.
De más está decir que nunca pude imitar aquel movimiento de extracción, y cuando nos fuimos a casa, mi hija seguía llorando de hambre y con dificultades para prenderse al pecho.
Busqué a la enfermera del consultorio, ella pasó trabajo para que la niña se agarrara; cuando pudo, confirmó: tiene muy buena succión.
Se fue y no pude imitar sus manejos para poner el pezón en la boca de mi hija. Ella lloraba y yo también. Cada médico que consultaba me decía lo mismo: la lactancia es lo mejor para tu bebé, no le puedes dar más nada, tienes que insistir.
Y yo lloraba más, porque esas palabras venían con la presunción de que lo que quería era buscar una salida fácil, que tenía desconocimiento y por eso pensaba que no se llenaba; mientras, los chillidos desesperados de hambre que daba mi hija me taladraban el alma.
Tanta era mi desesperación que no quería responder el teléfono para recibir felicitaciones ni ver a nadie; hasta que me dije: no, yo tengo que poder con esto.
Aproveché uno de los episodios de sueño por puro cansancio de mi beba, e hice lo que mejor sé hacer por mi profesión: informarme.
Busqué en cuanta página pude y descubrí que la culpa era de mis pezones casi planos y que una extraedera podría ayudarme a moldearlos y facilitarle la tarea a mi bebé; supe de posiciones, de trucos, de maneras… Compré la extraedera, bastante cara por cierto, cerré la puerta del cuarto y me empeñé en triunfar.
Fue un proceso largo, lo logré con un seno, luego con otro, con prueba y error. Después viví las grietas en los pezones y lo mucho que duelen, experimenté ese miedo de que llegara la hora de la toma y con ella el dolor. Pero logré dos meses de lactancia materna exclusiva que espiritualmente me supieron a gloria.
Sin embargo, la alegría me duró poco, porque enfermé de mastitis infecciosa y, para mi sorpresa, como ya no era puérpera, mi hija no pudo ingresar conmigo a pesar de que solo se alimentaba de mi leche.
Debió tomar fórmula en biberón; cuando volví a casa, ella sola inició un proceso de destete. Mamaba menos cada día, hasta que se negó rotundamente, y solo con la extraedera mi producción mermó hasta desaparecer.
Ahora, a pesar de lo duro que fue dar el pecho, miro las fotos de esos momentos, y me siento feliz. Orgullosa de mí, podría decir, porque hice cuanto pude para dar a mi hija esa protección.
Sé, no obstante, que hay madres sin el apoyo familiar o la conexión a internet para buscar soluciones a los escollos de sus lactancias. Entiendo a las que se rinden, a esas a quienes la naturaleza no se la puso fácil.
No vale solo con decir que lactar es un acto de amor, tiene que haber asesorías al respecto durante la atención al embarazo y en los hospitales maternos. Que haya quien te advierta que puedes preparar tus pezones con cremas; que son planos o pequeños; que puede que una extraedera te sea útil…
Es necesario también que se proteja la lactancia más allá del puerperio en los ingresos de las madres, quizá hasta los seis meses.
Y para esas que no han podido hacerlo o solo parcialmente, les digo que no son ni malas ni menos madres, que sus hijos pueden ser saludables e inteligentes, que dar un biberón también es un acto de amor.
Hay que ponerle más contenido al discurso sobre la lactancia, para que sean más exitosas y menos solitarias.

Papeles cambiados

Se me había olvidado llamar a mis padres el día anterior. Eso me inquieta. No me gusta que pase un día sin preguntarles: « ¿Y cómo está la cosa, sin novedad en el frente?»

Mis padres crecieron sin que yo me diera cuenta.

Tomo el teléfono, entre los dos y cuatro timbres, como promedio, siempre responde uno de los dos. Pero pasan cinco, y más. «Lo sentimos, no responde», me dice una voz impersonal.

Trato con el móvil de mi padre, está apagado o fuera del área de cobertura. Lo intento en las dos siguientes horas. Sin respuesta.

Repaso los lugares en que pueden estar, es muy tarde para los habituales. Me pongo nerviosa. Me preocupo. Pienso en cosas malas y yo misma las espanto.

Entonces se me ocurre llamar a mi hermana: «Mija, ¿tú sabes dónde están mami y papi?».«Aquí, en mi casa», me dice muy tranquila.

Yo me molesto, y le pido que me pase a mami y le peleo por no avisarme que se van a mover de municipio, para que una no se preocupe por gusto; pero, como siempre, solo oír su voz alegre alisa todas mis arideces.

Ya en la noche me río de mi propio episodio paranoico, y pienso en cuánto y cuán rápido se intercambian los papeles.

Quien sacude las constelaciones

No conocí a Fidel. Al menos no en el sentido literal que damos a la palabra conocer, y que implica un relativo grado de cercanía física, de estar ahí para calcular la altura, identificar la intensidad de la voz, saber el color exacto de los ojos…

No estuve en una cobertura a su lado, jamás me entregó un diploma, ni siquiera lo entreví en medio de una multitud. Y, sin embargo, estuvo ahí para mí.

Nací en el año 1990,  cuando aún no habían pasado de moda los nombres con «y», y los mayores empezaban a descubrir  y poner en práctica miles de alternativas para que sus niños no sintieran los rigores del periodo especial.

En aquella época convulsa, donde faltaban muchas cosas pero sobraban tantas otras de las que no pueden palparse, aprendí de mis padres que la felicidad no depende del tener y que la honestidad no es un valor circunstancial; por medio de ellos dos, también descubrí de a poco que la resistencia, el orgullo y la dignidad no eran patrimonio familiar, sino de todo el país.

Y, sin poder determinar el momento exacto, supe que Fidel  –así, sin apellidos–  estaba en la misma oración que Cuba, antimperialismo, Patria y Martí.

Creé una imagen casi mítica: el Comandante en Jefe que no se cansaba, que podía hablar por horas para dar fuerza a un pueblo cercado por  las ansias capitalistas de implantar su «lógica» allá donde una luz diferente brille. El héroe de los libros de historia en la escuela, el profeta del futuro, el capaz de idear una solución ante cada desafío nuevo, el que sabía hacer de las utopías, realidades.

Mi infancia y adolescencia tuvieron computadoras en las aulas a las que entrábamos como a un santuario, merienda escolar, tribunas abiertas, y entré a relacionarme con la política por el camino de entender la historia del país en que vivía y por un concepto que impide parar de soñar, y sentarse en la silla al borde del camino: la justicia.

Leer al líder que solo había visto por televisión me ayudó en ese crecimiento: Fidel y la religión, Un grano de maíz, La historia me absolverá, Un encuentro con Fidel… y aquellas Cien horas con Fidel que disfruté tabloide a tabloide en las tardes de la beca, fueron esenciales para entender que él era mucho más de lo que yo había supuesto.

Porque era un hombre que tuvo hambre, fatiga, sed, ojeras; que de seguro alguna mañana se desalentó y sufrió; que vivió el fracaso y la traición, pero supo poner por encima el amor a los suyos y ensanchar el concepto de prójimo al de todos los pobres de nuestra (la) tierra y con ellos echar la suerte.

Eso es lo que lo hace irrepetible, aunque imitable: su mortalidad. Los ídolos de mármol no mueven montañas; los de ideas sacuden las constelaciones.

Desde la adultez, me acompaña un Fidel analítico; interesado en el diálogo, y radical con los discursos huecos y las medias tintas; convencido de que la realidad puede suponer decisiones difíciles, mas nunca renunciar a los principios que han sido faro para «atemperarse a los tiempos nuevos».

Poner primero a Cuba antes que todas las pequeñeces individuales, no renunciar a las rebeldías con causa, no avergonzarse de ser comunistas, huir de las mediocridades, reconocer los errores y aprender de ellos, estudiar y trabajar por el proyecto colectivo, son legados fidelistas que asumo como fe de vida.

No lo conocí, pero lo hice en la dimensión que nos acerca a quienes determinan nuestra espiritualidad y tejen con sus ideales el mapa de las creencias propias, las que nos echan a andar. Con ese Fidel me quedo, ese Fidel elijo ser.

Publicado originalmente en Granmahttp://www.granma.cu/opinion/2018-11-22/quien-sacude-las-constelaciones-22-11-2018-18-11-46

#Reforma Constitucional: Entre el tener y el ser

“Tin tiene, Tin vale; Tin no tiene, Tin no vale”, el estribillo de la canción atravesó mis tímpanos para convertirse en angustia. La preocupación por las diferencias en el poder adquisitivo dentro de Cuba y por la banalización —que a veces llega a escandalizar— de cierto sector de la población que identifica tener con ser, no es solo tema para la música.

El debate está en las bodegas, esquinas, casas, centros de trabajo… y el nuevo proyecto de Constitución ha venido a ratificar que a la ciudadanía le preocupan las bases de justicia social y equidad del socialismo en el país.

No es que el reconocimiento de la propiedad privada llegue ahora de la mano de la propuesta de Carta Magna, pues ya estaba en los Lineamientos y en la práctica, sino que, acorde con el carácter de delineador del futuro que tiene este documento, a buena parte del pueblo le preocupa que queden muy claras aquellas directrices que impidan torceduras en el camino.

En la introducción al análisis del texto se afirma que “el sistema económico que se refleja mantiene como principios esenciales la propiedad socialista de todo el pueblo sobre los medios fundamentales y la planificación, a lo que se añade el reconocimiento del papel del mercado y de nuevas formas de propiedad no estatal, incluida la privada”.

Ello se puede confirmar en el Artículo 20, donde se especifica que la dirección planificada de la economía considera y regula el mercado, en función de los intereses de la sociedad; y en el 21 que recoge las formas de propiedad reconocidas (socialista de todo el pueblo, cooperativa, mixta, de las organizaciones políticas, de masas y sociales; privada y personal) y aclara que la ley regula lo relativo a estas y otras formas de propiedad, y el Estado estimula aquellas de carácter más social.

Desde la gestión estatal es imposible asegurar una serie de pequeños servicios y actividades —muchos de ellos fuertemente deprimidos por el Periodo Especial— que hoy asumen los trabajadores por cuenta propia. Desde la apertura de esta fuente de empleo hasta hoy ha habido tropiezos y rectificaciones; y la falta de un mercado mayorista extendido continúa como un freno considerable.

Aunque la gestión privada no recibe el rechazo de la población, sí prima el consenso acerca de los precios que se vuelven prohibitivos para un amplio sector trabajador y las nefastas consecuencias del acaparamiento para abastecer iniciativas privadas.

Que haya oferta para todos los bolsillos es una máxima introducida en la reanimación de muchos territorios, pero las preocupaciones van más allá, hasta la expresión ideológica que podrían tener las desigualdades y ciertas lógicas capitalistas que regresan en las mentes de aquellos que creen “que debe haber ricos y pobres” y que el “Estado no puede interferir con el mercado”.

Por eso, el Artículo 22 reza: “El Estado regula que no exista concentración de la propiedad en personas naturales o jurídicas no estatales, a fin de preservar los límites compatibles con los valores socialistas de equidad y justicia social. La ley establece las regulaciones que garantizan su efectivo cumplimiento”.

¿Cómo logrará eso la ley? ¿Se pondrá límite también a la riqueza? ¿Qué pasará con quienes usan testaferros para no aparecer como propietarios, y, mientras, hacen crecer un emporio?, son preguntas que muchos se hacen por estos días y que no carecen de relevancia.

Homero Acosta, secretario del Consejo de Estado, dijo en una reciente conferencia dictada en Abogacía 2018: “Lo significativo es que ella (la propiedad privada) no distingue ni tiene predominio en el modelo. Es también necesaria en determinadas actividades y con las regulaciones y control necesarios (…). En el orden económico el Estado mantiene la dirección, regulación y el control de los procesos en el país”.

En el foro de Cubahora ¿Listos para debatir sobre la nueva Constitución de la República?, Antonio Bouza Pérez propuso modificar el artículo 22 para que aparezca que el Estado regula que no exista concentración de la propiedad y la riqueza; pues en su opinión “no siempre se corresponde riqueza material de los individuos con desarrollo de conciencia socialista. No estamos en contra de la riqueza que pueda acumular un campesino o un deportista, pero sí de la que pueda acumular un privado, valiéndose para ello de la explotación de trabajo ajeno. Se corre el riesgo de crear una élite burguesa. La historia ha demostrado que quien domina el poder económico, domina el poder político. Esto pondría en peligro nuestro sistema socialista y los valores de equidad y justicia social que se mencionan en el propio artículo”.

Para Lissette “debe estar contemplado qué se considera acumulación (cantidad) porque por lógica quien tiene un negocio particular unido con un cerebro y parte de suerte en el negocio, si le va bien, quiere vivir según su poder adquisitivo y si se puede comprar una casa con piscina, un apartamento, carro, moto, yate, etc. y le da para eso, lo compra”.

Onelio Nelson García, por su parte, propuso que el Estado regule “la propiedad y la riqueza en personas naturales o jurídicas no estatales, mediante un régimen fiscal adecuado, progresivo y basado en el principio de que el que más renta gana más debe contribuir al fisco y por tanto a toda la sociedad como forma justa de redistribución de la riqueza”.

De igual forma, considera que en el artículo 21 la definición de la propiedad privada (la que se ejerce sobre de­terminados medios de producción de conformidad con lo establecido), es muy imprecisa, “¿determinados por quién y cuándo? ¿De conformidad con lo establecido dónde?)”, se pregunta.

El usuario Camilo Rodríguez Noriega opina que en la Constitución debe quedar plasmado el rechazo a la explotación del hombre por el hombre, porque “es el argumento y realidad primaria con el que cualquier ciudadano identifica la Revolución Cubana. Que en los últimos tiempos se hayan incorporado en nuestra sociedad cuotas de explotación del hombre por el hombre relacionadas con el crecimiento relativo de la propiedad privada no implica ni que eso prime en nuestra sociedad, ni que perdamos la conciencia de su significado esencial”.

Un país que ofrezca calidad de vida y prosperidad a sus habitantes es parte de la ruta que se traza la nación; por eso el desafío económico es central. Pero el ser humano nuevo necesita tener para vivir, y no, por el contrario, hacer de lo material el sentido de la existencia. En ese equilibro con lo espiritual está el reto del socialismo y la explicación de las reflexiones que nacen en la consulta popular.

(Publicado originalmente en Cubahora)

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