A un milímetro de la poesía

La Fábrica de Trova apuesta por la relación casi cósmica entre el público, la guitarra y el trovador

«Yo creo que la trova no está pensada para grandes multitudes, independientemente de que Silvio, Pablo, Serrat llenen estadios y plazas de toros. Fue hecha para cantarla en casa de un amigo con otros amigos. Y no quisiera que ese espíritu se perdiera», dice Pepe Ordás, con el conocimiento de causa de una vida toda haciendo hablar a la guitarra.

De esa forma, el autor de temas rotundos como Alex o Son para ti, explica el espíritu intimista de la Fábrica de Trova, un proyecto que encauza desde el verano último, y que pretende no ser más de lo mismo en un panorama capitalino donde existen varias plazas para trovar.

Ubicado en el centro cultural En Guayabera (calle 7ma. y 171,  zona 10, Alamar), el espacio tiene muy claras sus metas de luchar por la poesía que caracteriza a la buena música y conquistar al público local.

«En Alamar no había una propuesta de esta magnitud, desde una peña que se llamó La bicicleta, a cargo de Vicente Feliú y Tato Aires.

«En Guayabera es un centro multipropósito con tienda, cafetería, parque infantil, heladería; sala de cine, de fiestas –donde tocan los grupos bailables, con capacidad para 500 personas– y el restaurante, donde se insertó esta iniciativa.

«Artex, junto con el Ministerio de Cultura y el Instituto Cubano de la Música, ha habilitado una serie de estos centros, que buscan combatir el mal gusto cultural y esencialmente musical.

«La trova, a diferencia de buena parte de lo que se escucha, está muy cerca de lo lírico; por eso la idea de llevarla hasta la gente de Alamar, sin que nada  impida que vengan desde el otro lado del túnel», comenta el también fundador del grupo Guaicán.

Al contrario de una visión extendida, más por prejuicios que por evidencias, Pepe cree que los jóvenes constituyen el público por excelencia de la trova.

«En la Fábrica… se toca a Sindo Garay y Miguel Matamoros, se pasa por todos los grandes de la Nueva Trova, hasta llegar a la de hoy, y aunque van personas de todas las edades, queremos que los jóvenes tengan opciones para decidir qué música escuchar.

«Ha predominado una tendencia de radiar o televisar la trova solo en los días luctuosos. Muchos llegan aquí buscando la wifi, que es excelente, y de buenas a primeras me preguntan asombrados: « Ah, pero eso es trova también?».

COMPLICIDADES

Consolidar un escenario donde se escuche a los artistas desde la complicidad con el texto inteligente se hace cada vez más difícil, pero parece que si la conciencia viene desde los organizadores es posible.

«El local funciona como restaurante de miércoles a domingo, y los jueves, viernes y sábados también, pero solo hasta las cinco de la tarde, porque abrimos a las 6:30 p.m. El concierto empieza a las 7:30 p.m. Durante esa hora intermedia ponemos música, trova por supuesto, y canción tradicional cubana. Cuando se ideó sumarle esta nueva función al salón, se rediseñó, y el resultado visual es muy acogedor.

«Por haber pasado malas experiencias anteriores donde se establecía una batalla entre gastronomía y cultura, no se preparan tragos que necesiten de una batidora o de algún aparato electrónico que haga ruido, tampoco hay cubiertos para la oferta gastronómica. Poco a poco hemos acostumbrado al público a la idea de que la trova es para oírla.

«También la entrada es barata, diez pesos en moneda nacional; y eso responde a un esfuerzo de Artex, en lugares como este no se puede pensar en la rentabilidad por encima de la calidad de la oferta cultural.

«Otro elemento que quisiera contribuyéramos  a rescatar en La Fábrica de Trova –el nombre proviene de la antigua fábrica de guayaberas que se ubicaba aquí– es que los trovadores se escuchen unos a los otros, eso es algo que en el resto del país se mantiene, pero se ha perdido en La Habana. Cuando yo era joven no me perdía un concierto, y si alguien me decía: sube y canta, perfecto. Si no, lo disfrutaba igual».

Muchos trovadores y trovadoras e intérpretes de la canción  ya han pasado por el espacio, que se debate por los siempre trabajosos caminos de la promoción, incluidas las redes sociales, y evita caer en las trampas de la popularidad.

«No es una competencia para ver quién mete más gente. La carrera, que estábamos perdiendo, es contra el mal gusto. En eso sí queremos ser competitivos.  Si mucha gente buena va a oír en realidad lo que está pasando: felicidades; pero si son pocos los que acuden a disfrutarlo: felicidades también».

(Publicado originalmente en Granma)

Conchita Torres: la música campesina no tiene fronteras

Texto y foto: Yeilén Delgado Calvo

Especial de la ACN para Cubasí

Conchita Torres no titubea para responder. Dice lo que piensa sin ambages, como la gente de campo, aunque vive casi desde su nacimiento en el reparto Dubrocq, de la ciudad de Matanzas.
  “No reniego de mis raíces. Guajira soy” confiesa, a los 63 años, una mujer que desde los siete permanece en los escenarios para defender la música campesina.
Fundadora de las agrupaciones Serenata Yumurina y Cuba Nueva, ganadora de premios Cubadisco y nominada a los Grammy, no aguarda por reconocimientos ni homenajes. Por el contrario, busca nuevos proyectos que la hagan sentir la misma emoción de los guateques hogareños en su infancia.
“Mi papá era natural de Benavides, un pueblecito cercano a Ceiba Mocha. Improvisaba y tocaba el laúd. No era un gran músico, pero me enseñó las tonadas. A él le debo el amor por el género”.   Recuerda su casa siempre llena de poetas, un ambiente en el que también se formó su hermano, el laudista Bárbaro Torres.
   “A los cuatro años Barbarito me acompañaba haciendo sonidos con la boca. A los 10, tomó el laúd y no lo soltó más. En aquel tiempo, ya me sentía mejor acompañada por él que por cualquier otro músico”.
   Fue el padre quien decidió que el talento de su hija debía conocerse. “A los cinco fui por primera vez a un programa campesino.
Por supuesto, a esa edad apenas se me entendía. Dos años después regresé y desde entonces no he dejado de cantar ni un solo día.
   “Era una niña intranquila, pero sentía la necesidad de interpretar. ¿Quién que ha cantado un punto guajiro no quiso ser como Celina González?”      Guiada por ese anhelo, hizo radio y televisión. A los 15 años se radicó en La Habana y su presencia se hizo habitual en programas como Vivimos en campo alegre y Palmas y cañas. Agradece a muchas de las figuras junto a las cuales actuó, durante lo que considera la época de oro de la música campesina en Cuba.
   “Celina es y será una de la mejores cantantes del país, tenía una voz privilegiada. De Inocencio Iznaga, El Jilguero, siempre disfruté sus tonadas, la gracia especial para hacerlas. También admiro a sus hijos María Victoria y José Antonio, El Jilguerito, grandes amigos.
Conchita Torres    “Sin embargo, mi ídolo dentro del género es Radeunda Lima, una compositora excepcional, gran maestra e intérprete. Me enseñó mucho de lo que sé, incluso los gestos en el escenario. Era una guajira tremenda”.
   Después de casarse regresó a Matanzas. No obstante, como   «nadie es profeta en su propia tierra», las oportunidades no fueron muchas en su terruño natal y su carrera siguió ligada a la capital. “He tratado de lograr cosas aquí. Voy a la televisión pero a la radio no me llaman. Ahora, al fin, la Dirección Municipal de Cultura brindó el apoyo para hacer mi peña campesina cada mes.
   “Ese espacio permite que los matanceros conozcan mi trabajo actual y también el del grupo que fundé. Ya grabamos un disco y fuimos a Palmas y Cañas. Fue una tarea difícil crearlo, porque todos los músicos de la provincia quieren trabajar en Varadero.
   “A la Cultura le hace mucho daño que siempre convoquen a los mismos o que el propio artista deba gestionarse sus actividades, y no las personas encargadas de hacerlo”.
   Sus presentaciones en naciones como Estados Unidos, España, Francia o México la convencieron de la universalidad de la música campesina. “En ningún país he dejado de cantar una tonada y me recibieron bien con independencia del idioma.
   “Hasta en Japón canté punto guajiro. Para la buena música no existen barreras de lenguaje y la campesina no tiene fronteras.
   “No entiendo que en Varadero no haya un lugar dedicado al género. Sucede porque al animador no le gusta e impone al turista sus preferencias. Nuestras raíces son poco divulgadas.
   “Por lo general prima el desinterés, quisiera que se ocuparan más y se hicieran competencias o festivales en los municipios. Así pueden obtenerse grandes resultados.
  “Exceptúo a los que se esfuerzan, entre ellos la dirección de Palmas y Cañas, un programa baluarte. Con poco apoyo emprenden iniciativas como el concurso Buscando la voz guajira”.
  Cree Conchita que en la actualidad hay escasez de intérpretes y poca rigurosidad desde las direcciones. “Se audicionan buenos cantantes y luego cambian a otros géneros, utilizan a este como trampolín. Faltan calidad y voces guajiras.
   “Si un joven pone la radio y escucha a un poeta o intérprete desafinado, cambia de estación. Para dirigir un programa campesino se precisan talento y conocimiento”.
  Ansiosa de revertir la situación, se entrega a la labor de jurado y de enseñanza. “Siempre me encuentro disponible para el que lo necesite. Estoy jubilada, pero no retirada. Nunca me ha pasado por la mente dejar de ser lo que soy. En mi corazón y cerebro hay sangre y punto guajiro.
   “A la familia le debo el sostén. Cuando siento deseos de rendirme, mi esposo me impulsa. Aunque mi hijo y nieta no cultivan la música campesina, la disfrutan y agradecen”.
   Intérprete a mucha honra y defensora del son, la guaracha, la guajira y la tonada, Conchita Torres lleva 56 años enalteciendo lo guajiro del arte y poniéndole un punto de su naturalidad a lo cubano.

El hombre y el parque

Este Casanova no es veneciano. Tampoco, diplomático o célebre mujeriego, aunque el anonimato pasa de largo por su lado, espantado por la laboriosidad hecha persona. “Entrevístalo”, me sugirieron y fui a buscarlo porque el argumento era convincente: “defiende ese parque como si fuera suyo”. Él tomó aquel pedido con escepticismo.

  • ¿A mí?
  • Sí, a usted.
  • Bueno…

Así llegamos a uno de los bancos del sitio que marca, de cierta forma, el centro de Los Arabos. Saqué la grabadora, y la libreta de notas, y antes de que consiguiera capturar la primera línea ya sabía que la descripción de guardaparques apenas alcanza para definir todo lo que hace Argelio Mario Casanova Cardoso.

“Chapeo, paso rastrillo, recojo las hojas, barro la acera y si veo a alguien haciendo algo malo, lo enfrento. Camino esto completo, y enseguida sé si se llevaron algo. Roban cestos, rompen los bancos. Nada más quedan dos caobas de las que sembré”. De pronto, se interrumpe. “¿Y va a escribirlo todo?”

Le digo que sí, que lo sigo y contesta divertido “! Mira, tú! Bueno, como le decía, vengo a las 6: 45 a.m. o a las 7: 00 a.m., y estoy aquí hasta el mediodía. No completo ocho horas, pero las trabajo de verdad. Primero limpio el área donde los viejitos juegan dominó, y también donde hacen ejercicios.

“Llevo aquí siete años. Fui jefe de Producción en una cooperativa durante 22. Me retiré y seguí en un área vinculada. Ganaba buen dinero, pero se acabó el transporte y quedaba muy lejos. Me eché un año y medio en la casa, hasta que no pude más.

“Imagínese, yo trabajo desde los ocho años y en diciembre cumpliré 78. Mi papá me llevaba con mis hermanos al campo. Cuando el central Zorrilla molía, nos decía después del pitazo de las 10: 30 a.m.: ‘Vayan pa’ la casa a bañarse y almorzar, y de ahí a la escuela. Le dicen a la maestra que los suelte temprano y regresan’.

“Recogíamos cogollos para las vacas, ‘entongábamos’ caña. Cuando no había zafra, guataqueábamos las siembras. En el aula aprendí un poquito. La maestra me quería. Como mis libretas estaban forradas y limpias las ponía de ejemplo ante los demás, ¡aquello daba una pena! Cuando llegué a sexto ella me confesó: ‘Quiero que repitas el grado porque yo sé que no vas a poder estudiar másֹ’. Mi papá dijo que no.

“Después, cuando empecé en la cooperativa, saque el noveno; las clases eran más difíciles y todo apretado, pero aprobé. Luego empecé el Técnico Medio de Agronomía y ahí sí me rajé a los tres meses, tenía 48 años. Disfrutaba el trabajo, hasta un carro moskovich gané, y todavía camina.

“Mi familia ha batallado por sacarme del parque, creen que estoy muy viejo y yo les respondo que peor es quedarse sentado. Aquí gano mis quilos y el cuerpo se mantiene en acción. ¿No es verdad?”

Sonrío y entonces cuenta, orgulloso, que su esposa – un poco más joven- todavía lo acompaña. Tiene tres hijos, dos hembras y un varón; seis nietos, un biznieto nacido y dos en camino. No obstante, quiere seguir entregándole a la existencia.

“Esa hierba fina la sembré yo, la palma real también y ya ve por dónde va. Pido posturas y hago jardincitos. Vivo enamorado de esto. Cuando llovizna me aconsejan que no venga y lo que hago es dejar la máquina de chapear y traer el machete. Nadie me exige que trabaje las tardes y los domingos, pero cuando hace falta lo hago.

“Todavía no hay costumbre de echar la basura en el cesto. Duele porque lucho para que el parque esté bonito”. En medio de esa batalla contra los inconscientes, haciendo él solo lo que antes lograban tres obreros, cuenta que no persevera solo por entretenerse, sino también porque lo quieren.

“Casi todos me saludan, él que no me conoce pregunta ‘viejito, ¿cómo está?’. Hasta los jefes me aprecian y fíjese, no por guataquería. Aquí estaré mientras pueda caminar; claro, si no me botan”, explica con picardía.

Natural de Morón, Camagüey, tantos años con las manos en la tierra de Los Arabos le hacen sentir un compromiso total por ella. Sin embargo, ese afecto no lo ciega porque “todavía falta” y para ilustrarlo cita los viales y el alcantarillado.

Casi llegaba la hora de almuerzo y, temiendo ser impertinente, cerré la entrevista con un último pedido.

-Casanova, ¿puedo tomarle una foto?

– ¿Así, con esta ropa y el sombrero?

-Sí.

-¿Segura?

La curandera de Macagua

La curandera de macaguaNunca antes había puesto los pies en casa de una curandera. Crecí en un barrio demasiado urbano o quizá carente de historias de otros tiempos para que esa parte raigal de la cultura cubana entrara en mi imaginario.

Pero una periodista neófita siempre anda a la caza de gente singular, interesante, y el olfato reporteril se activó cuando de paso por Los Arabos me contaron de aquella anciana que en Macagua sana con las manos. Los propios médicos mandaban a los pacientes a que la vieran, decían, y también supe de su estirpe de personaje respetado y casi de leyenda por esas tierras.

Poco tiempo después, volví apertrechada de grabadora, libreta de notas, bolígrafo, y tomé asiento delante de una mujer que no parece tener 94 años, sonríe con inocencia de niña, y analiza con sutileza a sus interlocutores. Engracia Ordóñez Abreu no oye muy bien, sin embargo parece disfrutar las preguntas, tal vez porque le dan la posibilidad de revivir lo que se ha ido.

“Yo nací a las doce del día del 16 de abril de 1922, un viernes santo, cerca de Motembo. Éramos catorce hermanos. Llegué aquí a los siete años porque mi padrastro trabajaba en el central Zorrilla. Cuando tenía nueve, curé al primer niño, se llamaba Adelaido Borrego y vivía en Cuatro esquinas. Le pasé la mano, lo santigué y se le bajó la fiebre.

“El don no vino de mi mamá; a la familia nunca le gustó que me dedicara a esto. Sé que a los dos años sufrí un desmayo. Después vi al muerto debajo de la mata de naranjas”.

Engracia disfruta con la incredulidad que no logro ocultar, sonríe con picardía y mueve la conversación hacia temas que supone más ortodoxos para mí.

“A los diez años era doméstica en casa de Anita Valladares. Un día el cura se quedó mirándome y mandó que me llevaran a la Iglesia. Así hice la comunión, y salí a hacer el bien a todos, a los niños, los ancianos. Cocinaba y pasaba la mano, incluso a los doctores del pueblo.

“Con 17 años conocí a Miguel, de 27, y nos casamos en el juzgado. Él tuvo que poner una cruz en su nombre porque no sabía escribir. Yo sí, la hija de la señora para la que trabajaba me enseñó y también a leer bonito.

“A mi marido tampoco le agradaba lo de la sanación, le molestaba la casa llena de gente desde temprano, pero tuvo que adaptarse. Tuvimos siete niños. Mis hijos ya son viejos, hace dos meses perdí uno”.

Hace silencio. Luego dice que no quiere pensar en eso, ni saber qué día es. Nani, la sobrina que nos acompaña en la conversación, cuenta que era militar retirado, y a los 59 años un infarto le causó la muerte.

Así conozco que también Miguel murió, hace quince años, y que Engracia vivía en un rancho donde ahora se encuentra el patio. El Gobierno del municipio le construyó la casa nueva, pequeña y confortable, toda de mampostería. La curandera de rostro dulce mueve el tabaco entre sus dedos, se sacude la tristeza con un gesto impreciso e interrumpe para agregar: “Y ayer me trajeron el sillón de ruedas”.

La curandera de MacaguaEntonces recuerda la época en que sacaba pasto para los bueyes y “ganaba bien porque trabajaba bien”. Ahora vive con modestia, no cobra por curar. Dicen los que la conocen que llegan a verla personas de toda Matanzas, Las Villas, La Habana, hasta cubanos que viven en el extranjero. Y algunos le regalan; mas si ella percibe que tienen poco se les adelanta para advertirles que no quiere nada.

“Cuando alguien tiene muchos problemas, y ella puede ayudarlo con lo suyo, lo hace”, relata Nani y para satisfacer mi curiosidad, mientras su tía permanece pensativa, refiere que acuden personas con cualquier tipo de padecimiento, “no hay que preguntarle nada, solo pone las manos sobre el cuerpo del paciente y habla, como si hiciera un ultrasonido”.

Con suspicacia, pregunto a la sobrina si no habrá heredado algo del polémico talento y no tarda en responder divertida: “qué va, yo no creo, solo respeto”.

Engracia no permite que le roben la atención de su visita, rememora los tiempos en que fue dirigente de la Federación de Mujeres Cubanas y enseña los papeles que guarda de aquellos años. Solo en ese momento me percato de que no ha preguntado mi nombre, ni por qué llegué con tantas interrogantes, asumo que, o lo sabe, o no importa mucho.

“Vuelve pronto”, dice al final del encuentro y se lo prometo. En el largo viaje de vuelta a la ciudad de Matanzas, pienso que no puedo atestiguar sus virtudes curativas. Una joven atea como yo sabe poco de esas cosas y entiendo al fin que ahí no yace lo esencial del asunto.

La curandera de Macagua guarda en sus memorias la historia viva del lugar. Un devenir signado por estrecheces, carencias, logros… Con su afán de hacer sentir mejor a los demás, se ha ganado admiración y cariño. Es patrimonio de su gente, testigo, y ante tal verdad sobran todos los cuestionamientos.

Engracia disfruta su nuevo hogar.

La fórmula de Luisa

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Volver sobre los pasillos del Instituto Preuniversitario Vocacional de Ciencias Exactas Carlos Marx impulsa una sana nostalgia. Una se olvida por un momento de los años universitarios, el título, el ejercicio periodístico; y se vuelve a la muchachita de uniforme azul, demasiadas lecturas y carácter introvertido.
La alumna que fui entonces siempre sacó buenas notas en las ciencias, pero ellas pasaron sin dejar más rastro que escasas referencias que hoy me salvan de pasar por una completa ignorante en tales asuntos. Prefería las letras, me apasionaban, el resto solo constituía conocimiento formal, al que no le veía utilidad práctica.
Tal vez si Luisa hubiera estado frente a la pizarra de mi aula, la Química y yo habríamos experimentado una relación distinta, menos apática y más divertida; porque desde que me senté frente a la profesora de ojos claros y vivos comprendí que el cariño de sus antiguos pupilos, algunos por caminos tan alejados de ese saber como yo, tenía fundamentos sólidos.
Rodeadas de adolescentes –quienes disfrutaron del descanso facilitado por mi intromisión, y a la vez escucharon con tímida curiosidad las confesiones de su profe- iniciamos un diálogo matizado por sus respuestas siempre directas y objetivas, como las de gente de ciencia.
En 1957 nació Luisa María González – Molleda Pérez, por San Pedro de Mayabón, Los Arabos. Apenas cumplía 15 años y ya soñaba con la Química, pero no con enseñarla tiza en mano. Quería trabajar en un laboratorio; sin embargo, el deseo duró lo que demoró en llamarla el deber.
“Fue una cuestión de principios. Era militante de la Unión de Jóvenes Comunistas, y Fidel anunció que el país necesitaba maestros con urgencia. Así me hice miembro del I Contingente del Destacamento Pedagógico Manuel Ascunce Domenech, en 1972”.
Aquellos jóvenes se formaron por un programa que combinaba el estudio y el trabajo; permitía su incorporación como docentes en las escuelas al campo; y los preparaba para, luego de cinco años, graduarse.
“Nos fuimos a Jagüey Grande. Los estudiantes tenían nuestra edad o, incluso, eran mayores. A pesar de ello, siempre primó el respeto. Nos sentíamos más profesores que alumnos, hacíamos todo lo que correspondía a esas figuras; y trabajábamos a la par. Nos apoyaron maestros con muchos años de experiencia”.
A conciencia, repito preguntas, insisto en aspectos que entonces pudieron ser candentes; sin embargo, Luisa no titubea ahora y me demuestra que entonces tampoco lo hizo. Estaba entregada a la tarea de educar, como a un sacerdocio, y no miró atrás.
Luego de tres años instruyendo en Secundaria Básica y dos en Preuniversitario, el IPVCE Carlos Marx se atravesó en su vida. Se precisaba personal docente y allá se fue junto a su esposo; transcurridos varios años él optó por otro centro de trabajo. Luisa no.
DSCF0882“Mi existencia está ligada a esta escuela, no me veo haciendo algo diferente. La calidad de los muchachos me ha mantenido aquí; a pensar de la opción de los preuniversitarios urbanos. No pienso moverme”, afirma categórica, y enseguida pienso que eso es más que una heroicidad, porque el régimen interno supone de los profesores múltiples sacrificios adicionales, desde algunos tan serios como las guardias, hasta otros más complicados como convertirse en consejeros de un sinfín de adolescentes buscando su lugar en el mundo.
No obstante, ella me desarma una vez más con su pragmatismo, porque si bien lo considera un trabajo minucioso y exigente, lo ve como natural. Esos rostros jóvenes y pícaros que reunidos pueden atemorizar a más de uno, para ella son amigos, promesas, “solo hay que entenderlos y ser sinceros, hablarles con la verdad”.
Los sentimientos se entretejen con el devenir de ese centro donde también estudiaron sus dos hijos. En la memoria atesora los años en que la Vocacional exhibía un claustro de Química completo, laboratorios, reactivos, piscinas, teatro, tabloncillo.
Cuando ya se superaron los años del Periodo Especial que agrietaron la belleza del edificio monumental, todo ha cambiado. Si bien los educandos poseen otros recursos para estudiar la disciplina, solo queda una unidad de estudios y la matrícula es menor. Luisa no teme a los cambios ni se los toma a la tremenda, “a pesar de la falta de maestros, luchamos porque se cumpla el plan de estudios. Habíamos abogado porque los estudiantes matanceros pasaran a régimen seminterno, estamos conscientes de esa necesidad”.
No puede contradecirme en que enseñar Química no resulta fácil, “todos los estudiantes no tienen la inclinación”; aunque sospecho que ella termina por enamorar al más reacio. A diario tropieza con algunos de sus discípulos de antaño, y el agradecimiento la colma, porque no solo se limitan a decirle que fue esa la mejor etapa de sus vidas, sino que le tienden la mano en las situaciones más convulsas.
Guía de grupo desde el año 95, y Vanguardia Nacional por cuatro cursos, en algún rincón especial guarda las medallas Rafael María de Mendive, Por la Educación Cubana, y la Pepito Tey que otorga el Consejo de Estado; y declara que se ha sentido gratificada y reconocida.
Cuando la interrogo acerca de la desmotivación de los jóvenes de hoy por el camino de la Pedagogía, reflexiona que una etapa no se parece a la otra, los intereses y motivaciones no son los mismos, poseen aspiraciones que el sector educacional no puede satisfacerles.
DSCF0883Creo que Luisa ignora que constituye en sí misma un ejemplo real y palpitante para quienes valoren ese destino; y lo confirmo cuando modestamente explica que se jubilará llegado el momento, porque “una tiene la experiencia, y no la vitalidad”. No se considera imprescindible y quizás, asimismo, no percibe que hace rato encontró la fórmula para ser una profesora de las que permanecen en el recuerdo: “hay que escuchar a los muchachos y prepararse cada día como si fuera el primero, sin acomodarse”.
Nos despedimos en el pasillo, y me alejo mientras un hombre que le dobla la estatura, con bata de médico, la abraza, le pregunta: ¿cómo está, profe?, y luego le cuenta que su hijo empezó este año en la Vocacional.

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