Lina no lo pensó mucho. Aquel febrero, acompañada de una amiga, fue a su cita con el tatuador y pidió que le plasmara debajo del ombligo: “Ernesto”. Era el regalo para su esposo por el Día de los Enamorados; de más está decir que a él le encantó.
Y pasaron uno, dos… cinco años de felicidad. No imaginó nunca que su relación terminaría de forma convulsa y, aún cuando Ernesto le pidiera el divorcio y ya tuviera otra relación, ella seguiría viendo su nombre cada vez que se desnudara frente al espejo.
Lo más penoso vino después, cuando conoció a Adrián. ¿Cómo explicarle que debajo de la ropa llevaba aquel apelativo, fruto de un afecto que un día pensó sería eterno? Él, aunque no dejó de sentir celos, al final lo entendió; pero Lina solo tiene un deseo, desprenderse de esa marca que califica como producto de su inmadurez.
A pesar de que algunas personas todavía sufren prejuicios hacia las personas tatuadas, tal práctica con fines estéticos resulta cada vez más común. Modificar el color de la piel al plasmar un dibujo o texto mediante agujas estériles que inyectan tinta o pigmentos bajo la epidermis, constituye opción para lucir imágenes con un especial significado emocional, símbolos políticos y religiosos o el nombre de seres queridos: padres, hijos, pareja.
El tatuaje (la palabra se deriva del samoano tátau: marcar o golpear dos veces) es casi tan antiguo como la propia civilización humana. Desde su aparición tuvo connotaciones disímiles en varias culturas; permitía a las tribus diferenciarse entre sí, servía para asustar al enemigo, marcar el paso hacia la adultez, indicar el grado de rango o respeto dentro de la comunidad, adorar a los dioses y conmemorar a los caídos en batalla. Así como se le asignaban funciones rituales, protectoras, mágicas, y hasta fines terapéuticos (semejantes a la acupuntura), en otros casos se usó para señalar de por vida a prisioneros o seres estigmatizados en sus sociedades.
Ahora -cuando ha dejado de ser tabú, se le considera un arte e incluso se le dedican varios museos- la principal interrogante a que debe someterse quien considere lucir uno, estriba en si resulta un capricho o una decisión para toda la vida; pues cuando se halla a la vista funciona casi como una prenda de vestir y complementa la información que se brinda sobre la propia individualidad.
Por eso debe pensarse bien en qué parte del cuerpo se plasmará, cómo lucirá esa zona con el paso de los años, si en el futuro tendrá igual importancia y no interferirá en trabajos o relaciones interpersonales.
Asimismo, qué experiencia tiene el tatuador, cuáles son las condiciones higiénicas del lugar y las posibles complicaciones, por muy remotas que puedan parecer. Se desaconseja su realización en embarazadas, pacientes con diabetes, antecedentes de cicatriz queloide, trastornos de la coagulación, insuficiencia renal o enfermedades cardíacas congénitas; ya que las consecuencias de infecciones o alergias se acrecentarían.
Varias estudios confirman que un por ciento muy elevado de quienes se tatúan se arrepiente en algún momento de su vida. En la actualidad, la remoción por láser elimina el tatuaje de forma progresiva. Este fracciona las partículas y las altera químicamente, lo cual posibilita su reabsorción por el organismo; tras cada sesión, el pigmento se debilita. No obstante, deviene tratamiento trabajoso y largo.
Antes de modificar la piel, bien vale acudir a las herramientas que brinda la ciencia; entre ellas muchísimos artículos y la opinión especializada de los dermatólogos. No es de sabios exponer la salud en pos de la moda o el deseo de cambiar la apariencia. Ninguna precaución sobra para que tatuarse sea una elección responsable.