Los excursionistas intrépidos no se conforman con lo evidente, lo fácil, lo que no hace sudar. Por eso, después de disfrutar del orquideario y recorrerlo a toda velocidad detrás de una guía embarazada –no más lenta por su embarazo avanzado- quisimos seguir loma arriba para visitar lo que una señal anunciaba, sin más detalles, como El castillo en las nubes.
Solo que entonces no imaginábamos lo empinado del camino, ni lo lejos, ni que el calor húmedo de Soroa empapa las ropas y te hace pensar seriamente en la rendición.
Pasado el primer kilómetro no sabíamos bien qué rumbo tomar y ciertos miembros de la expedición dijeron que no, que se quedaban ahí mismo, ni un paso más, no seguirían por rumbos inciertos con aquel cansancio.
Y cuando, contagiados por el desánimo, ya nos disponíamos a regresar, se nos cruzó otra familia que no nos dejó claudicar, “no está tan lejos, vamos, vamos”. Como la necedad también se pega, fuimos de nuevo loma arriba y caminamos, caminamos, caminamos…
El tal castillo estaba cerrado, pues después de años de abandono lo rehabilitan para convertirlo en anexo del hotel Villa Soroa, también hay una cafetería y una pequeña piscina.
Si me preguntan, valió la pena, no por nada de lo anterior, sino por el increíble mirador natural que permite apreciar la belleza de Soroa en toda su extensión y sentirse gigante con el mundo a los pies.
Nos tomamos un refresco, descansamos los pies y con el orgullo de aventureros intacto, incluso con ínfulas de conquistadores, emprendimos el regreso.
Ah, un lugareño nos enseñó un atajo que permite llegar hasta allí caminando ¼ de la distancia que recorrimos originalmente. No en balde mi sabia madre repite: “el que no sabe es como el que no ve”.
Desde Cienfuegos (III): El teatro Tomás Terry o las lágrimas una mañana de julio
Del parque pasamos al edificio; no podíamos evitarlo porque lo sabíamos célebre en aquella ciudad. Después de la mentira piadosa cuando nos preguntaron: “¿son estudiantes?” “sí, de Matanzas”, entramos al vestíbulo ancho, donde un espejo nos devolvía nuestros rostros de curiosos.
Las lágrimas vinieron después, cuando subí los escalones y puse los pies en la alfombra. No me apena decir que la belleza del teatro Tomás Terry, tan bien conservado, me llenó de agua los ojos.
Como si le hubiera dado una mordida a la magdalena de Swan, rememoré mis pasos de pequeña por el Sauto, la vez que actué en su escenario, el rechinar de las lunetas (que me encantaba), la fiesta de ocupar un palco, las funciones que disfruté desde el gallinero … y su cierre, la larga reparación, los reportajes que he hecho acerca de ese proceso desde que me inicié en los senderos del Periodismo; y su portal cerrado, el polvo, el penar de sus amantes que se le dedican en cuerpo y alma sin los resultados que quisieran.
Y llegaron de nuevo a mi memoria las tres campanas, las luces apagándose, el telón hacia arriba, el olor a madera.
Majestuoso el Terry, pero no el mío, no el que aspiro a que mis hijos recorran algún día, no en el que ansío sentarme otra vez, como cuando era una niña y mi madre, después de los ruegos, me cedía su estola y yo me envolvía en ella, porque al teatro había que ir elegante.
México: breves impresiones de un breve viaje
Es difícil tomarle el pulso a un país en menos de una semana; se corre el riesgo de lo injusto; pero las impresiones breves también son importantes y duraderas.
Conocí poco de México, más allá de un aeropuerto, dos hoteles, una plaza, parte de la avenida Insurgentes y del centro de Querétaro. Un programa académico muy apretado y fructífero impidió una visión más amplia de ese país, aunque los periodistas somos expertos en eso de escudriñarlo todo y tener siempre los ojos abiertos.
Resulta curioso sentirse extranjera, que volteen a verte cuando escuchan tu acento y además, verse inmersa en una realidad de edificios que te empequeñecen, el tránsito infernal y la publicidad agresiva donde se entremezclan anuncios de recompensas por información sobre una niña desaparecida con una invitación a comprar en la tienda X.
No obstante, de México me llevé lo servicial de su gente, sumamente educada y correcta; la calidez de amigos (Lina, Martín, Clau, Yasser, Lupe) que sin conocerme en persona abrieron las puertas de su país y su afecto; la seriedad en el trabajo; el amor que sienten por su cultura; el orgullo de ser mexicanos.
Y aunque las llaves abren al revés, el café no sabe a café cubano ni por asomo y enfrentarse al bufet suponía un serio ejercicio para esquivar el picante (emprendimiento en el que fracasé casi siempre), disfruté México, el apasionamiento de sus periodistas por el riguroso ejercicio de la profesión, el vivo interés de los estudiantes de la carrera, la cultura del debate, la genuina admiración y el interés por Cuba.
No faltaron los mariachis, el sombrero, la típica comida mexicana (que me enfermó como ellos mismos me advirtieron desde el principio), los tacos, el chile, el tequila, el agua de sabor, el maíz.
No solo me traje una bandera y una muñeca típica, también el recuerdo de su geografía agreste, la belleza de la arquitectura donde se entremezclan lo colonial y moderno, el conocimiento derivado de un evento concebido a la perfección, la riqueza de una experiencia que aportó a mi crecimiento personal y profesional.
Ahora México es más que un país en las noticias, es un punto certero en mi memoria.