Todavía estremecen los pasos en la hierba

Han pasado 50 años, pero duele aún la muerte terrible de Julio; su final absurdo, como los hay tantos en las guerras, que deja el sabor de lo grotesco.

Han pasado 50 años desde que Eduardo Heras León escribiera ese cuento, Los pasos en la hierba, penúltimo texto de su libro homónimo, y el sentimiento todavía se hace un nudo ante el dolor del hombre que ha visto morir a Julio, por error, bajo el fuego de los suyos; y al paso de los años vuelve al lugar donde no solo perdió al compañero, y una pierna, sino también la inocencia:

«¿Ves, Julio? Te has convertido en mártir demasiado joven. Y aunque sepa que ha sido inevitable, aunque sepa que los mártires son también necesarios porque los sueños se construyen con símbolos (…) hubiera querido que fuese de otra forma, que estuvieras aquí ahora (…). Tal vez por eso he vuelto y camine nuevamente por la hierba calcinada pensando que todo vuelve a comenzar…».

Seis cuentos, uno de ellos presentado como trilogía, componen este intenso y desacralizador volumen, mención única del Concurso Casa de las Américas en 1970, y que, luego de su publicación, vivió un azaroso destino, provocado por torcidas interpretaciones de su contenido cuestionador del ser humano y, por tanto, genuinamente revolucionario.

Casa de las Américas ha preparado una edición especial de Los pasos…, disponible ahora en la Feria del Libro, como homenaje a un hombre que no es solo un narrador excepcional, sino, además, un cubano consecuente con sus ideales y con la causa de la Revolución, a la que unió desde muy pronto su destino.
En el prólogo de esta entrega, Roberto Fernández Retamar afirma: «Heras presenta los hechos vívidamente, sin edulcorarlos, y, además, con la autoridad de quien ha participado en las acciones que evoca en sus complejos cuentos».

Mucho tienen que decirnos hoy esos textos de Heras León, cultivador de la narrativa de la violencia y maestro en desnudar la naturaleza humana para hacerla literatura verosímil y alimentadora de almas.
Abel Prieto, a cargo de la presentación de Los pasos…, como parte de las actividades de la Feria, confirmó que «es un libro que no ha envejecido, que mantiene su vigor… donde hay núcleos de contradicción entre la individualidad y la entidad colectiva, los débiles y los fuertes, el inadaptado y el jefe, entre el concepto esquemático de la Revolución y su invocación dentro de los personajes…».

Allí está, según él, la idea de la épica sin ninguna retórica, pues en todo ser hay un costado vulnerable; y el miedo y el valor, la fe y la incertidumbre, el amor y la aversión pueden convivir en una misma persona.

Decimitis, una «enfermedad» contagiosa

Se dice décima y pienso inmediatamente en Cuba, y en poesía desatada; esta última asociación podría extrañar cuando se sabe que tiene fórmulas inviolables al disponer los versos, pero es tal el ingenio con el cual sus cultivadores hablan de lo humano y lo divino, que no dejo de identificarla con libertad creativa.

De lo que no estaba tan clara antes de iniciar el año, era de que eso de contar el mundo en versos octosílabos se «pegaba». En enero, el Festival de Trovadores Longina, que hace más de dos décadas inunda de canción la ciudad de Santa Clara, quiso homenajear además de a Ela O’ Farril, a la décima. Y bastó la convocatoria para que las redes sociales y el propio evento se inundaran de composiciones repletas de un humor y entusiasmo que quizá alguien suponía perdidos.

Lo más curioso, no obstante, es que los nuevos cultores, nacidos entonces, no podían parar de reseñarlo todo en versos, y hallar la rima perfecta devino obsesión. En esa actitud me sorprendí también después de leer las 239 páginas de Decimerón (Decimario con pimienta para mayores de treinta), una compilación que llega desde la misma provincia central, gracias al escritor, periodista y editor Yamil Díaz Gómez (Santa Clara, 1971).

El Decimerón es ya casi una leyenda, mucho me lo habían recomendado, pero no se encontraba –como diría mi madre– «ni en los centros espirituales». No obstante, ninguno de los amigos que lo hizo se atrevió a recitarme alguno de los textos allí contenidos, y ahora ya imagino por qué.

Finalmente, el libro (Premio del Lector, 2017), gracias a una entrega de Sed de Belleza (2018) se ha convertido en mi primer atisbo de la Feria del Libro que acaba de empezar; y sería muy injusta si dijera que me he reído y nada más.

Yamil Díaz no solo nos muestra el desparpajo al que puede llegar la décima humorística cubana, sino que lo hace con tal muestra de desprejuicio y, a la vez, de rigurosidad (pudiéramos decir científica), que nos pone de frente a nuestros propios recatos-rezagos y demuestra que cualquier creación humana viva merece ser analizada.

El volumen lo interpreto, además, como un homenaje a tanto poeta anónimo o conocido que no ha podido «sustraerse a ese rasgo tan raigal de nuestra población que obliga a someter a burla todo lo serio y solemne, lo que Mañach estudió magistralmente bajo el nombre de choteo».

Las intenciones, al rescatar de la oralidad estas piezas, están claras desde el prólogo: «Decimerón pretende reivindicar, como poesía popular estéticamente válida, aquellas décimas humorísticas que a juicio del antologador mejor se han referido en Cuba a temas eróticos y escatológicos. Para ello no hará muchas distinciones entre las piezas del llamado doble sentido –cuya publicación ha sido tolerada por la sociedad– y aquellas cuyo contenido obsceno aflora sin enmascaramientos.

«Así como el Decamerón, a mediados del siglo XIV, en sus cien cuentos con pimienta, echó por tierra el espíritu trascendentalista de la cultura medieval para poner los pies en la tierra y recordarnos nuestra existencia como seres vivos, la décima popular cubana, si se divulga sin prejuicio, puede ser un antídoto ante el exceso de solemnidad de mucha poesía de la llamada culta».

El lector encontrará diversidad de autores y de motivos, además de cuidadosas notas, y también entenderá, de seguro, que improvisar no es un arte menor; si bien hay poetas cubanos que escriben décimas con una innovación y una altura en el lenguaje asombrosas, quienes las componen «en vivo» son merecedores de todo el respeto: hace falta agilidad mental e innegable talento para hacerlo. Yo que llevo intentándolo desde que cerré el libro, lo confirmo.

Horas he pasado, además, valorando qué obra escoger para compartir como muestra del Decimerón, sin escandalizar a nadie. Finalmente, me decidí por la primera, Modelo de secretaria, de Jesús Orta Ruiz:

Mi secretaria María / no usaba puntos ni comas / yo dictaba los asuntos / y ella me los escribía. / Recuerdo que cierto día / escribió Remos por ramos / confundió trinos con tramos, / Petra Pons con piedra pómez; / yo le dije Lucas Gómez / ella escribió Laca Gamos.

Recuerde, la malicia no está en el que escribe la décima, sino en quien la lee. Vale la pena llegarse al Decimerón para constatar cuán inocentes somos.

Amigo

La infancia es una puerta, o muchas. La mayor o menor felicidad de esos años determina la adultez que después se asumirá, la persona que seremos para los otros.
No hay recetas al forjar seres humanos buenos, pero influyen el amor ofrecido a quienes despiertan al mundo, sus luces y oscuridades; el respeto que se les muestre, sin actitudes posesivas, violentas ni permisivas; el aliento a su imaginación… y todas las iniciativas posibles para enseñarles los valores que forjan una vida limpia, y que pasan por la honradez, la modestia, la sinceridad…
Los libros, que son el alma del hogar, hacen su parte en ese descubrimiento de la senda iluminada. No podré olvidar jamás los primeros encuentros con aquel ejemplar, ya para entonces viejo, aunque sin barbas, que nunca he dejado de releer, porque «un libro bueno es lo mismo que un amigo viejo»: era una edición de La Edad de Oro que le habían regalado a mi madre luego de terminar el sexto grado.
Fue ese mi primer y definitorio encuentro con Martí.
Aquel hombre, enamorado de una causa grande, enfebrecido de independencia, y herido por la imposibilidad de evitar el derramamiento de sangre, y el dolor de sus coterráneos y también de sus enemigos, sabía que era indispensable, además, para la América suya, que las niñas y los niños se convirtieran en mejores mujeres y hombres, esa era la esperanza del mundo.
Entre julio y octubre de 1889 se publicó en Nueva York esta revista mensual de recreo e instrucción, de la cual solo salieron cuatro entregas, pero que bastaron para formar un libro capital. Fue Gonzalo de Quesada quien, una década después de la muerte del Apóstol, los reunió; aquel no había sido un proyecto trunco, sino la concentración de algunas de las páginas más altas de la literatura infantil en el continente.
Martí no habla a la infancia menospreciándola, sino reconociendo la inteligencia de que es capaz: «Les vamos a decir cómo está hecho el mundo: les vamos a contar todo lo que han hecho los hombres hasta ahora (…). Para los niños trabajamos, porque los niños son los que saben querer».
Así les escribirá sobre la muerte, la ambición, la ingratitud, las historias de los pueblos y de los héroes, y de cada texto emana una enseñanza noble, dicha casi como sin querer, pero con palabras tan leves que se alzan, entran en el corazón y ya no se van.
A no tomar decisiones irreflexivas aprendí mediante la desesperación de la mora de Trípoli; a entender las diferencias de clases como un invento perverso de la inhumanidad me enseñaron Los dos príncipes y Los zapaticos de rosa; de Masicas, loca por su incesante «querer más», me apiadé; y supe de otras tierras tan fantásticas como reales, del arte, de la existencia y sus encrucijadas.
Con un decir que vuela, de padre amoroso, nos cuenta el Maestro que debemos ser como Bebé y no señores pomposos, y siempre amar, sobre los oropeles nuevos, a La muñeca negra, la que lleva las marcas de nuestro amor:
«Raúl no tiene mamá que le compre vestidos de duquecito: Raúl no tiene tíos largos que le compren sables. Bebé levanta la cabecita poco a poco: Raúl está dormido: Luisa se ha ido a su cuarto a ponerse olores. Bebé se escurre de la cama, va al tocador en la punta de los pies, levanta el sable despacio, para que no haga ruido… y ¿qué hace, qué hace Bebé? ¡va riéndose, va riéndose el pícaro! hasta que llega a la almohada de Raúl, y le pone el sable dorado en la almohada».
«Ven, pobrecita: ven, que esos malos te dejaron aquí sola: tú no estás fea, no, aunque no tengas más que una trenza: la fea es esa, la que han traído hoy, la de los ojos que no hablan (…) ¡y a dormir, abrazadas las dos! ¡te quiero, porque no te quieren!».
No cesa de editarse La Edad de Oro, una nueva impresión se le regala al país por estos días: vayan a ella los padres y sus hijos, los adultos necesitados de abrazos, los jóvenes y adolescentes ansiosos de camino; porque, hay que saberlo: «El que es estúpido no es bueno, y el que es bueno no es estúpido. Tener talento es tener buen corazón; el que tiene buen corazón, ese es el que tiene talento. Todos los pícaros son tontos. Los buenos son los que ganan a la larga».
Obras de arte son los libros como este que nos hacen felices y mejores… por eso somos tantos quienes decimos, donde todo el mundo nos oiga, ¡Este hombre de La Edad de Oro es mi amigo!

Martí, pasión que alumbra

Cuando se le lee el alma echa a volar, parece que a la vuelta de la página se develarán todos los significados: los del dolor, el amor y la belleza que hacen a la humanidad fértil. Martí es una pasión que alumbra.

Pero al final de la lectura no están las respuestas, somos nosotros quienes nos sentimos más leves y dispuestos para interrogar la vida como debe hacerse, con bondad, pero sin ingenuidades. En ese camino, José Martí sigue siendo misterio que acompaña y sol del mundo moral.

De ahí la sed por saber más del hombre sincero, y el dato que resulta siempre insuficiente; se siente que todas las veces algo escapa a la hora de entenderlo, la angustia de que solo conversando con él –de cuerpo presente, sin intermediarios– podríamos comprender una existencia total.

Y como esa última posibilidad no existe, se convierte en obsesión cada documento suyo, cada testimonio de sus contemporáneos, cada nueva investigación. En tal camino de devoción y búsqueda, que siembra a Cuba más adentro del pecho, Martí, El Apóstol (1931-1932), de Jorge Mañach (1898-1961) ha representado para muchas personas, yo incluida, el enardecimiento del sentir martiano.

Llegué al encuentro con esta biografía por medio de un ejemplar pequeño, amarillo y maltrecho que una biblioteca me facilitó. Durante un par de días me sumergí en las palabras y salí como de un baño de luz, hablándole a cada conocido del texto y de la obligatoriedad de leerlo para ser.

Con pesar devolví a su hora el libro, porque es de esos que, habida su propiedad, no se presta ni se regala, y queda en el librero como remedio para las dudas y también la nostalgia, o como acompañante de la felicidad.

Sabía de una edición reciente, pero la suponía agotada; hace solo unos meses la encontré en una librería de La Habana y me la llevé a casa con el corazón pleno, dispuesta a la relectura que inicié enseguida.

De esta entrega (Editorial de Ciencias Sociales, 2015; Colección Biografía) se agradece especialmente el texto introductorio firmado por Luis Toledo Sande –ese martiano de fe–; el repaso de sus palabras despejó muchas de las dudas que la obra había dejado en mí, esencialmente sobre la fidelidad en la recreación de algunos pasajes.

Toledo Sande ejemplifica, expone hechos, aunque deja claro que solo el estudio dedicado sobre el Héroe Nacional de Cuba permitirá un entendimiento total de las luces y sombras de esta biografía, y que hay que acercarse a ella y juzgarla con apertura de pensamiento:

«…Una lectura medianamente cuidadosa de la obra revela errores, incluso factográficos y manquedades informativas o de interpretación derivadas de la resbaladiza perspectiva o la insuficiente intensidad con que el biógrafo trazó una valoración u otra», afirma.

Y agrega: «Estamos en presencia de un alto momento –¿no podría decirse: un clásico?– del género en el ámbito cubano, tanto por sus virtudes formales y de espíritu, sin excluir de ellas el coraje de pretender abarcar una colosal vida, como por la grandeza del héroe retratado y por la perdurabilidad que, contra viento y marea, contra sus propias deficiencias y la calamidad política en que el escritor finalizó su vida, la obra ha mantenido».

Mañach escribió un libro más grande que él mismo, y si bien rellenó con su imaginación donde no había pruebas, ¿cómo ser indiferentes ante estampas como esta?: «En la primavera, Martí enfermó de su vieja lesión, que de tiempo en tiempo le despertaba la carne a los recuerdos del presidio. Convaleciente, echó de menos un día el maletín en que guardaba, bajo su cama, todos los testimonios sentimentales. Sospechando de Carmen, que había venido a visitarle mientras dormía, quiso acudir al rescate de la comprometedora documentación. Doña Leonor se opuso: estaba aún demasiado débil. Le cerró la puerta con llave. Pepe se fugó por el postigo.

«El incidente tuvo por natural consecuencia la cancelación definitiva del pasado bajo pacto de un solo compromiso solemne para el futuro: Carmen».

Sea siempre el Martí nuestro quien nos enseñe sobre qué yugos ponernos de pie, para que luzca mejor en la frente la estrella que ilumina y mata.

Lectores para Virginia

Cuando Virginia Woolf (Reino Unido, 1882-1941), harta de las voces que la hostigaban dentro de su cabeza y consciente de que no eran más que un síntoma de la enfermedad mental, llenó sus bolsillos de piedras y se lanzó a un río, para no vivir ni sufrir más, seguro no podía tener la certeza de que, entrado el siglo xxi, habría aún quien la leería con curiosidad y admiración.
O tal vez lo imaginaba, pero no le daba extrema importancia a esas vanidades, pues «la simple piedra que uno patea con la bota perdurará más que Shakespeare».
Sin embargo, mientras la vida humana persevere en el planeta y no sucumbamos ante la barbarie de la violencia y la insensibilidad, tendrá almas que conmover la literatura, y –me atrevo a afirmar– habrá lectores para Virginia.
Después de la última página de La señora Dalloway, una de sus muy conocidas novelas, y lo primero que leí de ella, supe que a la Woolf no le interesaba contar historias en el sentido convencional, sino comunicar sensaciones; mostrar lo convulsas que pueden ser las sacudidas de una mujer obligada por la sociedad a cumplir mil y un papeles; desnudar los tejidos emocionales que subyacen bajo las relaciones humanas.
Esa opinión la robustecí con Al faro (Ediciones Holguín, 2016), el descarnado retrato de unas vacaciones familiares, perfectas si se les mira superficialmente, pero repletas de insatisfacciones, de personajes ansiosos por ser algo más que solo lo que los otros precisan.
Manuel García Verdecia, traductor al español de esta edición, afirma en el prólogo que dentro de la novela «resaltan la relación de pareja, la amistad, la significación de los hijos, su crianza y la familia como un núcleo complejo de humanidad,  las ambiciones personales que forjan un destino, las crispaciones y desencuentros en los roles de clases, la relevancia de la vida intelectual y su peso en la existencia de los individuos, las transformaciones que se suceden con el paso del tiempo, principalmente».
La señora Ramsay, al frente de una prole numerosa, se debate entre la belleza que ya se le escapa y lo imperioso de refrenar su inteligencia, porque no puede permitirse brillar más que su marido, profesor e intelectual de cierto renombre; más
preocupado siempre por la durabilidad de su obra que por las interrogantes, no menos filosóficas, que plantea la vida cotidiana.
La excursión al faro es el plato fuerte de los días de veraneo en la isla agreste; simboliza para la madre y los hijos una puerta a lo diferente, a la aventura que contribuye, al menos, a imaginar la felicidad. Pero el mal tiempo lo impedirá, y se harán más fuertes las amarguras y las grietas.
En una época en que la mayoría de las mujeres no sabía ni siquiera de su condición de relegadas, Virginia Woolf hace que la señora Ramsay confiese anhelos para ella perturbadores, como «una vida más animada, sin tener que estar siempre cuidando de algún que otro hombre».
La rebelión que nunca se produce, pero cuya materia prima está allí, ocupa buena parte de Al faro:
«Pero, ¿qué he hecho con mi vida?, pensó la señora Ramsay, ocupando su lugar en la cabecera de la mesa y mirando a todos los platos que formaban blancos círculos sobre ella (…). De modo  que todo el esfuerzo de unir y fluir y crear descansaba en ella. Otra vez sintió, como un hecho sin hostilidad, la esterilidad de los hombres, pues si no lo hacía ella nadie lo haría y así, dándose a sí misma la pequeña sacudida que se le da a un reloj que se ha detenido, el viejo pulso familiar comenzó a latir».
Una década después volverá la familia y algunas de las amistades habituales, pero la guerra y la muerte habrán hecho lo suyo, y el viaje al faro –al fin conseguido– no tendrá los mismos significados, ni podrá revertir los distanciamientos.
«El faro era entonces una torre plateada, brumosa, con un ojo amarillo que se abría de súbito, suavemente, al anochecer», se describe en las últimas páginas del libro; aunque para quien lee perdura como la metáfora del proyecto común, del sueño que une, y que, de ser descuidado o subestimado, contribuye a la atomización, al alejamiento.
Leer a Virginia, más que respuestas, deja preguntas y ese quizá sea el mejor de los saldos: hacer que indaguemos dónde está nuestro propio faro.

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