Del parque pasamos al edificio; no podíamos evitarlo porque lo sabíamos célebre en aquella ciudad. Después de la mentira piadosa cuando nos preguntaron: “¿son estudiantes?” “sí, de Matanzas”, entramos al vestíbulo ancho, donde un espejo nos devolvía nuestros rostros de curiosos.
Las lágrimas vinieron después, cuando subí los escalones y puse los pies en la alfombra. No me apena decir que la belleza del teatro Tomás Terry, tan bien conservado, me llenó de agua los ojos.
Como si le hubiera dado una mordida a la magdalena de Swan, rememoré mis pasos de pequeña por el Sauto, la vez que actué en su escenario, el rechinar de las lunetas (que me encantaba), la fiesta de ocupar un palco, las funciones que disfruté desde el gallinero … y su cierre, la larga reparación, los reportajes que he hecho acerca de ese proceso desde que me inicié en los senderos del Periodismo; y su portal cerrado, el polvo, el penar de sus amantes que se le dedican en cuerpo y alma sin los resultados que quisieran.
Y llegaron de nuevo a mi memoria las tres campanas, las luces apagándose, el telón hacia arriba, el olor a madera.
Majestuoso el Terry, pero no el mío, no el que aspiro a que mis hijos recorran algún día, no en el que ansío sentarme otra vez, como cuando era una niña y mi madre, después de los ruegos, me cedía su estola y yo me envolvía en ella, porque al teatro había que ir elegante.